Recientemente, nuestro
ministerio de educación, cultura y deporte ha tenido a bien sacar unas
convocatorias sobre ayudas para inmersión
científica para chavales de ESO y Bachiller. No es la primera vez, según
tengo entendido, que se sacan estas convocatorias o similares, lo cual es algo
totalmente aplaudible. No como otras acciones, las cuales considero
“collejeables”, como el “Boloniazo”.
Pensar en ello me ha
transportado por varios minutos a 15 años atrás, cuando aún era pura hormona,
un trasto en casa, mandaba a todo el mundo a la porra y me estaban saliendo las
muelas del juicio (creo que ahora las tengo todas).
Por aquel entonces en
el “cole” se nos planteaba la disyuntiva entre elegir el camino de las ciencias
o el camino de las humanidades. Los profesores se ponían serios y no era para
menos. De esa decisión dependería nuestro futuro más inmediato y, de seguir
bien, el resto de nuestra carrera laboral. Estaba claro que se avecinaba un
gran cambio a partir de ese curso, ya que los compañeros no volverían a ser los
mismos y la cosa se volvería más exigente y específica. Además, en aquel
momento y con esa edad, no tener nada claro era una constante. Los tests que
nos hacían me decían que valía para militar o abogado (vaya usted a saber por
qué). Odiaba leer, “lengua”, “histo” y gimnasia (sobre todo si se daba a
primera hora de la mañana), pero por otro lado eran las asignaturas en las que
mejores notas sacaba. Y por el lado matemático, llevaba un par de años que no
odiaba tanto las “mates” y “natu” parecía interesante, pero costaba llegar al
sobresaliente, aunque a final de curso parecía que la cosa acababa bien. Además,
los antecedentes familiares tampoco ayudaban nada, ya que tenía ciencias y
letras a pares.
Finalmente me decidí
por la rama de ciencias. Y recuerdo una anécdota que puede que, en parte,
influyera bastante en esta decisión.
Las clases de la
asignatura de “tecno” (tecnología, no el estilo de bakalao) eran bastante
dinámicas y divertidas. Tenías que preparar informes sobre unos experimentos
que hacías en un cuarto medianamente apañado para que cupiéramos los 30
terremotos que estábamos en la clase en aquel momento. Había uno en el que cogías
una chapa ocumen y pegabas en ella una pila. Te daban unas miniaturas con rayas
de colores que tenían forma de hormiga con hilos de cobre a ambos lados. Sabías
que el material del que estaban hechas era “cobre”, pero ni idea de sus
propiedades conductoras ni nada por el estilo. Enrollabas la primera a uno de
los terminales de la pila y luego ponías más hormigas unidas por los cables o
te daban un bicho de 3 patas negro, parecido a una pulga, con el que, con ayuda
de un destornillador, podías apretar más o menos. Luego conectabas una carcasa con
una bombilla de 60W que unías con un
cacharro para encender o apagar similar a los que usabas para trastear con la
luz en casa. Tras ello, completabas el círculo con un último cable a la pila.
Algo similar a lo que muestra este blog.
La cosa se volvía un
poco liosa más adelante. Tenías que pulsar el encendedor para ver cómo se
apagaba o encendía la luz, quitar una o varias hormigas o atornillar y
desatornillar la pulga, ver cuánto sumaban en total sus valores a mano o con
ayuda de un cacharro llamado voltímetro e incluso dibujarte un par de líneas
vertical y horizontal con sus correspondientes unidades, en las que dibujabas
los puntitos en función del valor que te iban dando en el voltímetro a la hora
de quitar o poner los insectos. Incluso si te tocaba manejar la pulga, veías
cómo la luz se iba apagando o encendiendo gradualmente en la bombilla cuando
atornillabas o desatornillabas. ¡¡Estaba guay!!
Al final de la
práctica salías con una anécdota interesantísima para contar en casa. ¡Habías
generado luz con tus propias manos! Y además se te había grabado en la cabeza
que las hormigas eran resistencias (y que sus unidades eran los Ohmios, en
honor a su creador, Ohm) y las pulgas, potenciómetros. Que el cobre era
conductor de la electricidad y que el interruptor servía para dejar pasar la
electricidad o no a través de él, de manera que podías hacer que el material
interior de la bombilla se calentara hasta desprender luz. O sea, que era
incandescente. Y todo para aprenderte un nombre muy sencillo: VIR. Vir podía
ser la compañera que tenías a tu lado, 3 letras de un signo del zodíaco o 3
letras de otra palabra con significados un poco más se#suales, muy adecuados
para la edad. El caso es que era el nombre de una ley: la Ley de Ohm: V = I x R y que, de seguir por la rama científica, se
te quedaría grabada para toda la vida. Con sus variantes temporales,
diferenciales y especificidades derivadas del análisis científico/ingeniero,
pero así es.
Exactamente lo mismo
pasó años más tarde, en Bachiller, cuando jugabas con sustancias químicas y
veías cómo el magnesio brillaba desintegrando gominolas, cómo el ácido
sulfúrico carbonizaba el azúcar (o la ropa, si te caía algo encima) y hacía un
volcán con él, o cómo el alcohol, el aceite y el agua, previamente teñidos de
colores y puestos en el mismo vaso, eran capaces de mantenerse en diferentes
alturas sin mezclarse. La física era un poco más aburrida, porque no había
máquinas guapas para mostrarte la ingravidez o ver la formación de un arcoíris
o ver energía desprenderse simplemente por caer… Pero oías que gracias a las
ondas podías ver televisión, llamar a la gente o chatear y, al menos yo, me
quedaba embobado. Por lo menos durante la carrera puedo decir que tuve la
oportunidad de comprender bastantes de estas cosas. Muchas seguían sin ser
visibles al ojo humano, pero tenías la capacidad de abstracción suficiente como
para imaginarte ondas viajando y haciendo todo lo que tú les decías simplemente
diseñando y manejando circuitos para ello.
![]() |
https://www.youtube.com/watch?v=_1DWSj4zxlc&feature=youtu.be&t=27m48s |
A lo que voy con todo
esto, es que entrar en un laboratorio en donde te enseñan fenómenos de
ciencias, poderlos generar tú y aprender de ello, a la vez que lo vas creando
con tus manos, es una experiencia única para los que optamos por estudiar la
rama de ciencias. Creo sinceramente que la mejor manera de aprender ciencias es
experimentando con ellas y viendo in situ lo que pasa. Los grandes
descubrimientos científicos que nos han llevado hasta hoy se han realizado en
laboratorios, donde tip@s con bata blanca y pelo desaliñado de tanto estirárselo,
trataron y tratan de comprender por qué ocurren las cosas. Transmitir ese
espíritu a los chavales/estudiantes y hacerlos partícipes de esa manera de
experimentar es lo mínimo que podemos hacer, si queremos producir verdaderos
científicos, ingenieros, médicos o demás profesiones basadas en ciencias.
Porque estoy seguro de que aquello a lo que se dediquen lo harán porque
realmente les gusta.
Y por supuesto, el
mejor complemento para una experiencia de laboratorio es la divulgación. Para
mí, que estoy interesado en la rama biomédica, no hubo mejor serie de dibujos
que “La vida es así”. Sí, vale, era más pequeñajo aún, pero
ya comenzaba a gustarme esto de la medicina. Esos gorditos glóbulos rojos
llevando burbujas de oxígeno por la sangre. Esos “cara-rayos” llevando mensajes
a toda pastilla a los músculos o al cerebro para procesar toda la información.
Esos feos virus intentando multiplicarse por todos lados y cómo los patrulleros
se encargaban de vigilar que todo estuviera en orden… Realmente recuerdo
disfrutar con esos episodios y maravillarme pensando que eso podía ocurrir
dentro de nosotros. Años más tarde eso hizo que me aficionara a coleccionar
artículos relacionados con la medicina en revistas como “El Semanal” y esas
ganas de explorar el cuerpo humano y de ayudar a ello han seguido en mí hasta
el día de hoy. Y creo que así seguirá siendo el resto de mi vida, porque lo
encuentro apasionante.
Por ello, hacer de la
actividad divulgadora un recurso más para que los chavales aprendan y aprecien
la ciencia, es otra de las labores que creo que habría que fomentar en nuestra
cultura. Estando aquí en Estados Unidos, estoy viendo cómo cualquier evento
científico que se celebra en la universidad en la que estoy o en la ciudad se
masifica. Los expertos salen a la calle o llenan salas de congresos con
chavales de todas las edades y familias interesadas. Transmiten de una manera
totalmente natural, pero a la vez también llamativa, cómo se consiguen
fenómenos básicos para comprender la evolución tecnológica de la sociedad
actual. Y eso vale mucho, porque aunque la gente no esté interesada
inicialmente, consiguen parar a muchas personas simplemente por ver qué
demonios se han currado esta vez. Eso sí, se publicita por todos lados lo que
va a pasar en tal o cual sitio. Es decir, se fomenta la divulgación y la
investigación. Se considera un servicio a la comunidad, a los ciudadanos. Se
financia, se invierte en ello y se saca rédito para reinvertir en ello y el
beneficio social de tener a una población entretenida, informada, y consciente
de que se la trata de inculcar la importancia de la investigación. Por ello,
nadie duda en invertir su tiempo y su dinero en pagar para que le enseñen cómo
se hacen las cosas. Y en esta pescadilla que se muerde la cola se vive por
aquí.
Bueno, corolario. Experimentación y divulgación: las dos nuevas maneras de enseñar
ciencia a nuestros futuros estudiantes. Nada de tochos teóricos que
sólo sirven para llegar a casa y memorizar y sermonear como curas (con todos
mis respetos, por supuesto, ya que aprendí de ellos). Está claro que los
conceptos hay que darlos, pero las ciencias llevan intrínseca la palabra
“experimentación”. No se puede hacer o aprender ciencia sin meterse en un
cubículo con 4 máquinas para cacharrear con ellas y sacar conclusiones por uno
mismo. Los médicos, en esto son muy estrictos. Puedes aprenderte la biblia de
los músculos del cuerpo... Si no eres capaz de identificarlos in situ, de
tocarlos, no te sirve de nada. ¿Por qué si no, hacen disecciones? ¡Tienen que
verlo para aprenderlo! (aparte de que les va a tocar verlo así en su día a
día).
De la misma manera que
sólo con lo llamativo o lo espectacular o lo nuevo es como se asimilan mejor
los conocimientos. Bienvenidas sean todas las propuestas que surjan para hacer
que nuestros chavales (y la población, en general) aprendan ciencia a través de
espectáculos, videos en red, chistes, monólogos, teatro, píldoras de ciencia,
excursiones, maquetas,…
Ánimo y a por todas,
profesores/divulgadores y responsables de que esto pueda ser así, porque
tenemos que infundir ese espíritu por el gusto por la ciencia.
P.D. A ver si algún periódico o publicación científica lee esto y lo
publica en primera plana… Ya va siendo hora de que todo el mundo se implique en
esto de fomentar la divulgación científica… ;)